Por IKER SEISDEDOS
Cuando uno lee a Amartya Sen lamentarse en Un hogar en el mundo, sus memorias de juventud, de “lo poco” que ha logrado en la vida, dan ganas de proponerlo para el Premio Nobel a la Falsa Modestia… si no fuera porque ganó el de Economía en 1998 “por sus investigaciones sobre la economía del bienestar”. Pocas existencias se antojan más plenas que la de este intelectual trotamundos, que aportó un punto de vista filosófico a la teoría de la elección social, fue pionero al aplicar el enfoque de capacidades para tratar la desigualdad y contribuyó a crear el índice de desarrollo humano (IDH) de la ONU. Basta con lo que cuenta el libro, y eso que sus recuerdos se detienen recién cumplidos los 30, antes de sus influyentes estudios sobre el hambre y la pobreza. “Tengo 87 años, pero aún me quedan muchas cosas por hacer”, dijo Sen el primer sábado de octubre durante una entrevista en el jardín trasero de su casa de dos plantas de Cambridge (Massachusetts). Aquí, entre ciruelos y acebos, vive con su tercera esposa, la historiadora británica Emma Rothschild, a pocas calles de la Universidad de Harvard, donde enseñó Economía y Filosofía entre 1987 y 1998 y desde 2004 hasta su jubilación. Sen se había lesionado la espalda el día anterior haciendo ejercicio con su entrenador personal y se movía a una velocidad imperceptible. Está citado el viernes en Oviedo para recoger el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, pero el médico le ha desaconsejado el viaje.
El galardón supone el reconocimiento difícil de discutir a un académico que ha trabajado en las principales universidades del mundo (de la London School of Economics a Oxford o Cambridge, donde fue rector del Trinity College medio siglo después de pasar por primera vez por su Gran Puerta como alumno inexperto). Es también el homenaje a un pensador ya clásico que abrió caminos inexplorados en la ciencia económica a base de humanizarla. A él, entre otros expertos, le debemos que desde 1990, gracias al IDH, no todo se fíe a la variación del producto interior bruto para medir el desarrollo, sino que se tengan en cuenta la esperanza de vida, los ingresos per capita o el nivel educativo.
Amartya Sen, democracia y vida próspera
El tiempo ha acabado dando la razón a su trabajo pionero sobre la desigualdad, cuando aplicó a su estudio el enfoque de capacidades (de nuevo, dejó de bastar la renta y empezaron a tenerse en cuenta las opciones y libertades de los individuos). Lo que entonces era una rama secundaria de la disciplina ha acabado colocándose con el cambio de siglo en el centro de un debate acuciante, más incluso tras la pandemia, que ha exacerbado la inequidad. Muchos primeros espadas de la discusión contemporánea (de Thomas Piketty a Esther Duflo o Mariana Mazzucato) son deudores en cierto modo de esa parte de su pensamiento.
El economista lord Nicholas Stern, referente en los estudios sobre el coste del cambio climático, explica que sus contribuciones son tantas que es difícil elegir una. “Si tuviera que hacerlo, me centraría en su libro Desarrollo y libertad (1999), en el que cristalizó muchas de sus ideas, que incluyen revelaciones cruciales sobre el funcionamiento de la política económica, la justicia y, sobre todo, la noción esencial de que el desarrollo pasa por estimular las capacidades humanas y por permitir a los individuos que persigan aquello que valoran”. “Ha sido capaz de desafiar la estrecha estrategia causa-efecto de gran parte de la economía y de entender el significado de las acciones buenas o virtuosas más allá de la ponderación simplista de los costos y beneficios estrictamente considerados”, continúa Stern. “Estas perspectivas han moldeado profundamente mi trabajo. Es aquí donde su fusión con la filosofía es tan importante. Él hace las preguntas profundas, pero las relaciona de manera muy poderosa con las decisiones realmente difíciles que los individuos y las sociedades tienen que tomar”.
Otro de los atractivos de Sen es que pertenece al club de los economistas que trascienden su ámbito y suman saberes como la literatura, la filosofía (no solo occidental) o la sociología para resolver problemas más humanos que matemáticos. Ese espíritu omnívoro, como de intelectual de otra época, lo ha emparentado en sus reflexiones sobre la justicia con el pensador igualitarista John Rawls, compañero de claustro en Harvard, o con Albert O. Hirschman, otro maestro en fundir economía con imaginación narrativa. Aunque todo eso vendría después, los cimientos del edificio intelectual quedan ya asentados en Un hogar en el mundo (Taurus), que puede leerse como la novela de aprendizaje de un niño bengalí que vive en el seno de una familia de intelectuales los estertores del Raj británico. Viaja a la metrópoli a estudiar en la universidad de Cambridge, donde se codea con la crema de la intelectualidad europea (hay cotilleo de altura y una asombrosa comparación entre Gandhi y Wittgenstein que mejor será no destripar), y también prueba suerte en la academia estadounidense. El libro termina cuando decide volver a casa, al inicio de su etapa como profesor en Delhi.